Recuerdo que de pequeña mi psicóloga me mandó hacer la típica actividad de
"Cosas que me gustan de mí, Cosas que no me gustan de mí". Una de las
primeras cosas que escribí en "Cosas que me gustan" fue que soy una
chica (soy una mujer).
Luego, cuando fui creciendo, durante mi adolescencia... renegué de mi sexo,
era incómodo, me crecían los pechos (muchos cambios en mi cuerpo y en mi manera
de sentir), tenía que tolerar cada mes la menstruación, no me identificaba con
las otras niñas de mi edad... En alguna ocasión
llegué a detestar el hecho de ser mujer. ¡Era un rollo! ¡un suplicio! ¿Por qué
yo tenía que pasar por aquello y los chicos no?, deseaba no tener que tolerar
cada mes el achaque de la menstruación, ¡qué incómodo!
Renegaba de todo aquello que me pareciera típicamente femenino, no me
identificaba con las mujeres, nunca me llevé demasiado bien con las chicas...
parecía que aquello no era para mi.
No me aceptaba tal cual era, no aceptaba lo primero que me identifica, mi
condición de mujer, y todo lo que ello conlleva (y no hablo ahora de roles de
género ni estereotipos y normas sociales, aunque siempre condicionan).
Pero ahora, ahora que me he puesto en contacto con la mujer que hay en mí,
que le he prestado atención, que la he escuchado. Ahora que me he fijado de una
forma sana y respetuosa en mis ciclos, mis ritmos, sin rechazarlos, con
aceptación y curiosidad; ahora estoy más en paz con mi condición de fémina.
Al entrar en contacto con esta naturaleza cíclica, me he dado cuenta de que en
realidad, esto más que un suplicio, más que algo molesto y fastidioso, es un
privilegio.
Y me alegro, me alegro porque ahora la mujer que hay en mí no se siente
incomprendida y sola, por fin alguien la está escuchando, por fin alguien la
acepta tal y como es. Por fin alguien la quiere y la valora con todos sus
cambios, sus contradicciones, su devenir. Y eso ayuda, y ayuda no sólo a estar
más en paz contigo misma, sino a ser consciente de lo sagrado que hay en tu
ser.